PAÍS EN FUGA

por Rafael Domínguez Mendoza


Venezuela siempre fue un destino privilegiado para quienes devastados por los conflictos bélicos en Europa decidieron dejar todo atrás y emprender un nuevo rumbo. Y es que en el norte del sur había un clima tan cálido como sus habitantes, dispuestos a darle una mano a todos aquellos que buscaban un nuevo porvenir.

Es por ello que la migración en Venezuela no es un fenómeno nuevo, por el contrario, constituye uno de los elementos más trascendentales en la formación de nuestra sociedad, convirtiéndose en parte de nuestra historia y nutriente excepcional de nuestras jóvenes raíces.

En que pasillo de edificio no se oye nuestro castellano pronunciado con acento foráneo, un castellano que se conjuga con términos extranjeros que de tanto repetirlos ya los tomamos como propios. Y es que nuestro tricolor ha sido pintado con el color de cada una de las banderas de aquellos inmigrantes, de todas las edades, quienes desesperanzados en sus países de origen venían en busca de nuevos horizontes, con una maleta con más sueños que ropa, y consiguieron a una Venezuela que los recibía con los brazos abiertos.
La llegada extranjera a “la pequeña Venecia” tuvo varias oleadas, las primeras en el siglo XIX, un poco desordenadas; pero las más grandes fueron durante el periodo de la Segunda Guerra Mundial, donde los ciudadanos del Sur de Europa –en su mayoría-, volteaban sus ojos al nuevo continente para escapar de los embates de la guerra y sus consecuencias.
En el Siglo XX, Venezuela era el destino predilecto, no solo de los ciudadanos Europeos, sino también para los Latino Americanos, quienes veían en el país las condiciones ideales para su progreso. Según cifras de la CEPAL, para 1990, casi dos tercios de los latinoamericanos que residían fuera de sus países de nacimiento se concentraban entre Venezuela y Argentina.
Así pues, la Venezuela petrolera conseguía además del crecimiento económico un crecimiento cultural, académico y una fuerza de trabajo que ayudaría al desarrollo del país. Las colonias Portuguesa, Española e Italiana, fueron las de mayor relevancia cuantitativamente en su asentamiento en Venezuela, las dos primeras representan las segundas más grandes del continente solo por debajo de Brasil y Argentina, respetivamente. En 1957, por citar sólo un ejemplo, ingresaron al país más de 45.000 inmigrantes, de ese contingente más de 24 mil eran italianos.
La migración no fue solo un hecho social en Venezuela, se convirtió en una política de estado. En su programa de gobierno, el general López Contreras asume una posición muy clara en pro de la inmigración. Y es que Venezuela no sería la misma sin aquella mano de obra foránea, sin esos movimientos culturales, gastronómicos e intelectuales, que nos han hecho lo que somos hoy en día.
Y entonces, ¿por qué cada día es más común ver a los jóvenes indagar acuciosamente en el árbol genealógico familiar, buscando un pariente extranjero para obtener aquella nacionalidad que antes no parecía importar, por qué las ansias por dejar un país que antes recibía inmigrantes y ahora los genera?
Es que el Gobierno Revolucionario en los últimos años se ha dedicado a sólo exportar petróleo y talento humano, lo cual nos ha convertido en el país de América Latina con la mayor emigración altamente calificada.

Según el estudio titulado “Comunidad Venezolana en el Exterior. Un nuevo método de exilio” de Thomas Páez, alrededor de un millón de los venezolanos que han abandonado el país después de la Revolución Bolivariana, más del 90% son graduados universitarios, un 40% con maestría, y un 12% con doctorados y posdoctorados. Ésta “fuga de cerebros” no tiene precedentes, aunque si tiene muchos motivos, y es que las más de 280 mil muertes violentas registradas en el país, en los últimos 18 años, el hecho de poseer el salario mínimo más bajo del mundo, una inflación de más del 700%, han originado que el país esté en fuga, y no solo en fuga de inversionistas, de empresarios, de capital extranjero, está en fuga nuestro más valioso tesoro, está en fuga de Venezolanos, de ese capital humano excepcional que hace poco más de dos décadas no se imaginaba más allá de nuestras fronteras. Y la fuga lastimosamente no se detiene allí, también se nos escapan nuestros valores, la moral y los principios fundamentales sobre los cuales está asentada nuestra historia, y que hoy en día los vemos perderse frente a nuestros ojos.

No deja de ser paradójico que ahora somos nosotros quienes buscamos las oportunidades que antes brindábamos. Y el anhelo no puede ser quedarnos añorando el pasado, sino luchar por construir un futuro de calidad con la fiel convicción de que más temprano que tarde los que están no querrán salir y los que salieron volverán para que juntos reconstruyamos éste gran país.  


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